sábado, 24 de agosto de 2013

1. DUELO

Ángel de luto
Mi abuela murió cuando yo tenía siete años. Mi hermanito la encontró muerta cuando la fuimos a llamar para que despertara y viniera a desayunar con nosotros. El día anterior había enterrado a su hijo predilecto. Murió ahogada durante la madrugada. Era asmática.
A mi hermano y a mí nos sacaron a la calle, enmedio de llantos y gritos. Fuimos a la casa de junto, con mis tíos, y entramos diciendo que la abuela había muerto. Luego de comunicaciones a través de la barda, más llantos, gritos y llamadas telefónicas a la familia.
Mi madre llegó a buscarnos y nos llevó a casa de unos parientes en la misma cuadra. Nos explicó que la abuela se había puesto mal. Nos dijo que no había muerto. Que la llevarían al hospital. Que debíamos quedarnos allí. Y allí estuvimos hasta la noche, cuando mi madre volvió con mi padre, sólo para llevarnos a dormir a la casa.
"La abuela está viva", según nos dijeron. Pero su médico pidió que la llevaran a vivir a la ciudad de México, pues el clima de allá le haría bien, por el asma. Entonces, al día siguiente la mandaron por avión acompañada de uno de mis tíos, para que otro de sus hijos la recibiera y albergara en la capital. Sólo sería por el tiempo necesario.
Mi madre nos animó a escribirle a la abuela. Y durante seis años le escribimos, le mandamos cartas con dibujos, le decíamos cuánto la queríamos, cuánto la extrañábamos, le pedíamos que volviera, pero que primero se aliviara, le prometíamos que la iríamos a ver algún día...
No recuerdo cuántas cartas escribí. Luego de que cumplí trece años, mi madre me dijo que la abuela había muerto. Estaba muerta desde el día en que mi hermanito la encontró y no desayunó más con nosotros.
Para tratar de tranquilizarme, mi madre dijo que había llorado con cada carta que le escribimos a mi abuela durante todos esos años. Pero no me tranquilicé. Nunca pude despedirme de mi abuela.
Cuando la abuela se fue la primera vez, o sea, a la ciudad de México, su gato se fue de la casa. Nunca me entendí con ese gato que sólo dejaba que lo tocara la abuela. No sé cómo supe que no lo volvería a ver, pero así fue. Ese día le grité que no se fuera y me quedé en la entrada al patio llorando algunas horas.
Escribió el filósofo español Julián Marías que las personas con las que crecemos son como espejos históricos que reflejan nuestra vida en las etapas de desarrollo. Perder uno de esos espejos, una de esas personas con las que crecemos, nos causa el dolor de una pérdida irreparable. Entonces, deviene el duelo, que es el darnos cuenta del tipo de espejo histórico que hemos perdido. Es el asumir esa pérdida y resolver que debemos seguir viviendo.
No es cosa sencilla. Es más fácil decirlo. ¿Qué hubiera sido de mi vida si la abuela hubiera vivido más tiempo? ¿Qué sería si no nos hubieran ocultado su muerte? ¿Dolería menos ahora recordar a la abuela?
Sigo viviendo, pues no muero en vida. Sigo viviendo, pues he dado vida a relaciones, obras e hijos. Sigo viviendo, aunque sea para llegar a morir un día. Espero que se cumpla la promesa que me hicieron en mi casa y encontrar a mis espejos históricos luego de morir. Quizá ese día termine un duelo y empezará el otro por los que quedaron vivos.
¡El duelo nunca acaba; sólo se aprende a vivirlo!

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