sábado, 9 de noviembre de 2013

5. FILIORUM MORS

Panteón de Ensenada
Si la muerte de alguien contemporáneo nuestro puede impresionarnos de un modo imborrable, sin duda la muerte de una niña o un niño de nuestra familia puede ser un trastorno devastador.
En cierta ocasión, salí a tomar fotografías a un panteón y me impresionó su organización parecida a una pequeña ciudad, con áreas distinguidas para pobres y ricos, para extranjeros y nacionales, así como para adultos y niños.
El descubrimiento de las tumbas separadas para los infantes fue todo un acontecimiento para mí, sobre todo al encontrar una de ellas con adornos de fiesta, ya que el mes pasado habría cumplido seis años el niño allí enterrado, si no hubiera muerto a los tres meses de nacido.
Esta tumba era de forma jardinada, pues sobre el espacio para la lápida se habían sembrado flores haciendo un arriate bordeado por un pretil con apenas un levantamiento de reja. Dentro del sitio había globos desinflados, adornos de papel derribados y juguetes. También pude ver recuerdos de sus dos cumpleaños anteriores y una tarjeta de felicitación que con letra firme decía: "Recuerdo de tu mamá y tu papá que te quieren mucho".
¿Tendrían más hijos esos padres? ¿Sería el difunto el primero que tuvieron? Seguramente, lo querían y deseaban antes de nacer y podemos imaginar el sufrimiento que pasaron al ver morir a su criatura.
No es lo mismo que muera un hijo ya crecido y vivido que un ser que apenas comienza a vivir. No es igual porque es injusto, pues todos tenemos derecho a conocer lo que es la vida, a gustarla y padecerla, pues es un aprendizaje para el que está programada nuestra existencia.
Pienso ahora en los niños con cáncer terminal, y recuerdo las historias donde ellos mismos narran lo que piensan de que van a morir y sobre detalles de su próxima muerte. Son relatos de preparación para lo inevitable, los únicos relatos que valen antes de que todo termine.
Cuando un niño muere, se apaga una luz joven en el incendio de luminarias que como faro apuntan al futuro. Con ellos muere una promesa, se pierde una esperanza. Son muertes que me duelen, como si fueran mis hijos esos difuntos.
En esos momentos pienso que la muerte es algo idiota, pero más idiotas somos nosotros al dejar irse a los niños.

domingo, 15 de septiembre de 2013

4. HUMILIS

Canova. La Magdalena penitente. 1808.
El día que murió el hijo de doña Lula, nuestra vecina de toda la vida, lo que ocurrió de un modo tan terrible y a la vez tan apacible, ha sido la única vez que, hasta ahora, he sentido que una vida se va de mis manos, pues lo tuve abrazado hasta que dejó de estar allí.
Fue luego de que él, estando inconsciente, se ahogo con su propia sangre y sentí que dio un pequeño salto, como intentando estirarse. Después supimos que había terminado.
Desde entonces, siempre me han impresionado los relatos de aquellos que conviven muy frecuentemente con los moribundos, o que atienden a los muertos o a sus sobrevivientes. Creo que se requiere un carácter un poco refractario para no ser permeable al dolor ajeno.
Esta situación que viví me evidenció la fatalidad de la muerte, que es causa de reacciones previsibles en casi todas las personas, o sea, de esos efectos que han sido muy estereotipadas en la literatura: Los más comunes son la depresión y la exaltación.
Podemos ubicar a la humildad en medio de estas dos reacciones, como una aceptación de lo inevitable, pero asumiendo el vivir con los retos y las ambiciones que nos propongamos y sin adelantar o atrasar los destinos de los otros, aunque si contribuyendo a mejorarlos en lo posible; en parte, porque pensamos que debemos realizar un cometido mientras estemos vivos, o bien, para sentirnos bien.
En la Real Academia Española (RAE) se define la humildad por dos oposiciones: Como la "virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento", y en otra acepción se le tiene como "bajeza de nacimiento o de otra cualquier especie".
En ocasiones, se asocia la humildad con la sumisión, la modestia, la dejadez, la discreción y el rendimiento. Sin embargo, personas que son ejemplos de humildad, como san Francisco de Asís, la madre Teresa de Calculta y Mahatma Gandhi han mostrado sumisión a los designios de su Dios, han sido modestos y discretos, pero nunca han sido dejados ni se han rendido.
Sólo en una ocasión he conocido a autonombrados "humildes" que precisamente son dejados y rendidos. Se trata de grupos de población en algunas localidades de Yucatán, donde personas que así se autodesignan sólo esperan la ayuda de los otros, como si vivieran en un estado de moribundez permanente. Cuando  alguien se les acerca para ofrecerles ayuda, sólo aceptan cosas de consumo inmediato o dinero para comprar, pues no quieren soluciones para que sean productivos ya que dicen que son humildes.
Quizá como dice la RAE, la humildad es un saber de que vivimos en un tiempo limitado, con un conocimiento finito, con no muchas opciones para hacer cosas o para cambiar la situación que encontramos en el mundo, y con debilidades que pueden llevarnos a desperdiciar nuestras vidas o acabar con nuestra existencia en cualquier momento. Sin embargo, ese conocimiento no necesariamente llevaría a la dejadez y a rendirse, sino que para que esto ocurre deben operar de manera causal otros mecanismos sociales o culturales.
Tal vez si asumiéramos la duda socrática y tratáramos de saber quienes somos nos descubriríamos más humildes y aceptaríamos la muerte como algo de lo que también podemos aprender, por el conocimiento que nos brinda sabernos finitos, terminales, falibles y con un potencial para hacer el bien, la belleza y la justicia en esta vida.
¡La humildad nos puede educar para la muerte!

viernes, 30 de agosto de 2013

3. VIVERE MORIENDO

Escultura de David Cerny
La filosofía existencial vino a poner en evidencia una obviedad: Que empezamos a morir desde que nacemos. No obstante, al principio -nos dicen los existencialistas- parece subvertirse esta idea, pues la vida florece y la niñez se nos presenta como una promesa de que nunca conoceremos la muerte.
De hecho, en la cultura occidental hay manifestaciones socio-culturales que impulsan que este período temprano de la existencia que es la niñez no se contamine con informaciones sobre la muerte, lo cual se logra a través de prácticas que usan simulaciones y disimulos para evitar el acceso a este conocimiento y para tratar de prolongar la infancia feliz.
La angustia que causa la certeza de que habrá un final nos impulsa a hacer cosas y a construir castillos de ideas para tratar de liberarnos de la sensación de nuestra muerte próxima. De esta manera, la negación de la muerte es instauradora de las culturas, de las diversas formas de vida, de las ambiciones y los egoísmos, y de lo que Cereijido ha llamado "la naturaleza hijoeputa de cualquier individuo", que aflora siempre que encuentra las condiciones propicias.
Las formaciones culturales son como ambientes en los que aprendemos a movernos, pues nos son impuestos desde la feliz infancia, ya que se tiene por socialmente incorrecto que un individuo no muestre un dominio de las creencias, los valores, los modales y las formas de sociabilidad que requiere cada sociedad.
Ese aprendizaje no está exento de complicaciones, pues a menudo asoman los absurdos derivados de la imposición de la cultura -con pretensiones de eternidad- en esos seres mutables y mortales que son los individuos.
¿Enmedio de todo esto es posible la felicidad? He conocido que sí es posible ser feliz en el olvido de nuestra propia cultura, navegando por sus territorios y soñando que la piscina de plástico en la que jugamos es un mar inmenso e infinito, donde los patitos de hule son una metáfora de grandes proyectos y los dibujitos del fondo están para servirnos.
Mi hermano fue un gran soñador, que mientras tuvo a mi madre pudo olvidarse de casi todos los problemas, pues ella estaba allí para resolverlos. Pero cuando ella faltó... Quiso en un primer momento que una mujer, su amante, ocupara el lugar de mi madre, pero ella no aceptó. "Tengo mis propios problemas" -le dijo- "y a tí te toca atender los tuyos". Pero mi hermano no pudo y bien pronto se dio cuenta de que lo que creía que era el mar infinito sólo era una cubeta en la que tenía metido un pie. Y comenzó a morir en vida.
Fue algo terrible notar su cambio de ánimo, presenciar cómo se fue opacando el nombre mismo de la alegría, cómo su cuerpo se deterioró aceleradamente, cómo intento aferrarse a cualquier momento luminoso -de esos que coloquialmente llamamos "relajo"- para tratar de salir del marasmo en que se hundía y se hundía.
Parecía que lo hubieran cambiado de planeta y que no pudiera aprender a respirar.
Él trató de ignorar la muerte de mi madre, pero no encontró alrededor a nadie que levantara a diario para él el telón de la vida y le permitiera ignorar el determinismo de la muerte.
Quiero ser claro en este asunto, pues la muerte era tema de pláticas ya que los vecinos, los amigos y los parientes no dejaban de morir. Pero la lejanía de la muerte era lo que permitía recrear la ilusión de la vida.
Sólo hasta que mi madre murió, la naturaleza tocó la puertas de mi hermano: La de su felicidad y alegría, la de su razón, la de su sociabilidad, la de su salud y la de su sentido de la vida. Cada una de ellas recibió la visita de la muerte y desde la primera empezó a morir en vida.
Este morir en vida, que algunos confunden con la depresión, también puede ser comprendido como un modo de vida -no necesariamente un pensar en la muerte- que es como el bastión para un grupo de ideologías, de esas que parecen cosmovisiones y que han dado sustento a prácticas como el culto de la Santa Muerte. El problema es que a casi nadie de nosotros nos educan para vivir sabiendo que vamos a morir algún día; esto es, no recibimos una formación para morir en vida o vivir muriendo. Quizá seríamos otros y nos ocuparíamos mejor si fuéramos parte de una sociedad más necrófila, como sí parece ser el México profundo, que es esa presencia que generalmente se quiere negar en este territorio en el que habitamos.
¡Debemos vivir muriendo para aprender a vivir, y también a morir!

miércoles, 28 de agosto de 2013

2. CULPA

La culpa, por Luis Torralva
Hubo una vez dos hermanos, que tenían un año de diferencia.
Al mayor, le inculcaron desde niño dos reglas:
1. Nunca debes permitir que tu hermano menor haga algo malo, pues serás tan responsable como él por no haber evitado lo que haga, y merecerás el mismo castigo que se le imponga.
2. Debes cuidar siempre a tu hermano menor y protegerlo contra cualquier mal.
La relación de los dos hermanos no era tan buena, pues el mayor era mustio y el menor jovial. El mayor no estaba conforme con la primera regla, pues a menudo recibía castigos por cosas que hacía el menor. Además, una tía malinterpretó una vez que vio al mayor (de ocho años) besando a menor (de siete años), y armó tremendo escándalo con insinuaciones de potencial sodomía, que llevaron a que la madre de los dos niños tuviera más cuidados y evitará algunos contactos.
En la adolescencia, ocurrieron dos cosas al hermano mayor, quizá muy relacionadas: Cierta vez, se encontraban solos y jugaban a las escondidas. El hermano menor se encerró en un ropero y el mayor se dio cuenta y, como por accidente, cerró con la llave y siguió haciendo como que buscaba. Luego de un rato el menor se desesperó por no poder salir y comenzó a gritar, por lo que el mayor le abrió mostrando alguna sorpresa fingida. El hermano menor, que era muy listo, entendió el juego, y la siguiente vez volvió a guardarse en el ropero, para luego de un rato gritar que lo sacara su hermano mayor.
Así continuó el juego hasta que el hermano mayor, luego de cerrar el ropero sacó la llave, lo cual no había hecho antes. Cuando el menor se puso a gritar, trató de meter la llave, pero no abría. Luego de varios intentos acompañados de gritos y llanto de ambos adolescentes, llegó su padre y los encontró en ese predicamento. Venturosamente, el padre llegó de buen humor y luego de sacar al hermano menor del ropero sólo dijo que no lo volvieran a hacer.
La angustia de no poder sacar del ropero al hermano menor fue causante de varias pesadillas del hermano mayor. Pero hubo un sueño, un sueño distinto que se repitió varios días cuando el hermano mayor tenía 15 años.
Soñó que un león había entrado a la casa cuando estaban solos, y que los perseguía a él y a su hermano menor. En un momento, ambos se dividieron y el león siguió al hermano menor, lo cual aprovecho el hermano mayor para entrar a un cuarto y cerrar la puerta. El hermano menor llegó golpeando esa puerta y pidiendo al mayor que le dejara entrar, pero el mayor estaba aterrorizado y no hizo nada. Todavía escuchó que su hermano menor correteó más por la casa, esquivando al león, y que el animal lo alcanzó junto a la puerta. Oyó cómo lo destrozaba enmedio de sus gritos pidiendo ayuda a su hermano mayor, y no pudo hacer nada... El miedo lo había sometido y su corazón quería salirse de su cuerpo. En ese justo momento, el hermano mayor despertaba agitado y sudoroso, exhalando con fuerza un sonido que quería parecerse a la palabra NO. Sus padres le escuchaban y acudían compungidos a ayudarle. El médico llamó a estos sueños recurrentes "terrores nocturnos".
Pasaron los años, la relación de los dos hermanos tomó rumbos distintos y se mantuvo tolerable por la voluntad de la madre de ambos.
Al morir la madre, el hermano mayor no supo si debía hacer algo para ayudar a su hermano menor en la complicada vida que llevaba. Hizo varios intentos, pero nada fue suficiente...
Desgraciadamente, el hermano menor murió antes que el mayor. Falleció de una manera terrible, como nos parecen todas la muertes. El hermano mayor creyó enloquecer, aún lo cree. Cuando supo que su hermano menor había muerto escribió en su diario EL LEÓN ENTRÓ A CASA.
Desde entonces, el hermano mayor siente que perdió el timón, que su vida da vueltas, escucha voces a ratos, percibe que se le mueve el piso con frecuencia...
Se ha preguntado varias veces: ¿Qué más pude haber hecho? Pero la falta de una respuesta es como una gran lápida que no se puede quitar y que amenaza con aplastarle.
Sabe que carga una culpa. Sabe que se originó con las dos reglas que le inculcaron de niño. Sabe que su tía abonó a la culpa. Sabe que todo lo que siguió durante más de 40 años sólo contribuyó a enraizar y expandir la culpa que siente ahora.
¡No nacemos con culpa, sino que es una semilla que germina y ni la muerte nos la puede quitar!

sábado, 24 de agosto de 2013

1. DUELO

Ángel de luto
Mi abuela murió cuando yo tenía siete años. Mi hermanito la encontró muerta cuando la fuimos a llamar para que despertara y viniera a desayunar con nosotros. El día anterior había enterrado a su hijo predilecto. Murió ahogada durante la madrugada. Era asmática.
A mi hermano y a mí nos sacaron a la calle, enmedio de llantos y gritos. Fuimos a la casa de junto, con mis tíos, y entramos diciendo que la abuela había muerto. Luego de comunicaciones a través de la barda, más llantos, gritos y llamadas telefónicas a la familia.
Mi madre llegó a buscarnos y nos llevó a casa de unos parientes en la misma cuadra. Nos explicó que la abuela se había puesto mal. Nos dijo que no había muerto. Que la llevarían al hospital. Que debíamos quedarnos allí. Y allí estuvimos hasta la noche, cuando mi madre volvió con mi padre, sólo para llevarnos a dormir a la casa.
"La abuela está viva", según nos dijeron. Pero su médico pidió que la llevaran a vivir a la ciudad de México, pues el clima de allá le haría bien, por el asma. Entonces, al día siguiente la mandaron por avión acompañada de uno de mis tíos, para que otro de sus hijos la recibiera y albergara en la capital. Sólo sería por el tiempo necesario.
Mi madre nos animó a escribirle a la abuela. Y durante seis años le escribimos, le mandamos cartas con dibujos, le decíamos cuánto la queríamos, cuánto la extrañábamos, le pedíamos que volviera, pero que primero se aliviara, le prometíamos que la iríamos a ver algún día...
No recuerdo cuántas cartas escribí. Luego de que cumplí trece años, mi madre me dijo que la abuela había muerto. Estaba muerta desde el día en que mi hermanito la encontró y no desayunó más con nosotros.
Para tratar de tranquilizarme, mi madre dijo que había llorado con cada carta que le escribimos a mi abuela durante todos esos años. Pero no me tranquilicé. Nunca pude despedirme de mi abuela.
Cuando la abuela se fue la primera vez, o sea, a la ciudad de México, su gato se fue de la casa. Nunca me entendí con ese gato que sólo dejaba que lo tocara la abuela. No sé cómo supe que no lo volvería a ver, pero así fue. Ese día le grité que no se fuera y me quedé en la entrada al patio llorando algunas horas.
Escribió el filósofo español Julián Marías que las personas con las que crecemos son como espejos históricos que reflejan nuestra vida en las etapas de desarrollo. Perder uno de esos espejos, una de esas personas con las que crecemos, nos causa el dolor de una pérdida irreparable. Entonces, deviene el duelo, que es el darnos cuenta del tipo de espejo histórico que hemos perdido. Es el asumir esa pérdida y resolver que debemos seguir viviendo.
No es cosa sencilla. Es más fácil decirlo. ¿Qué hubiera sido de mi vida si la abuela hubiera vivido más tiempo? ¿Qué sería si no nos hubieran ocultado su muerte? ¿Dolería menos ahora recordar a la abuela?
Sigo viviendo, pues no muero en vida. Sigo viviendo, pues he dado vida a relaciones, obras e hijos. Sigo viviendo, aunque sea para llegar a morir un día. Espero que se cumpla la promesa que me hicieron en mi casa y encontrar a mis espejos históricos luego de morir. Quizá ese día termine un duelo y empezará el otro por los que quedaron vivos.
¡El duelo nunca acaba; sólo se aprende a vivirlo!

miércoles, 21 de agosto de 2013

0. INTROITO

Hoy, luego de 50 años de vida, y ya más cercano a los 51, he decidido empezar a escribir sobre la muerte.
Este es un tema que me ha causado gran fascinación desde niño, cuando creía en la dama Muerte, quizá como resultado de la violencia que representó en mi vida el fallecimiento de mi abuela.
No ha dejado de perturbarme la muerte cada día de mi vida, y a menudo el aire efímero de algunas violencias, de esas muchas que nos rodean, me hace recordarla, ya no como aquella dama misteriosa de mi infancia, sino que noto en mi persona una actitud incierta y pendular, entre el miedo y la creciente convicción de mi final necesario.
Mi colección de textos sobre la muerte, así como el gusto que encuentro en fotografíar panteones, son en mí rasgos de tanatofilia que apenas asumo, pues siempre los mantuve al margen de mis intereses.
Grabado de Holbein
He sido testigo de la muerte de parientes y amigos, y con creciente sorpresa siento que mis afectos por ellos siguen vivos; o sea, no se fueron con ellos, sino que es como si su presencia siguiera aquí, conmigo. Es probable que esto sea consecuencia de la forma como se concebía la muerte en mi casa, como una continuación de la vida en otro mundo, al que podemos acceder conduciéndonos y actuando conforme una determinada moral que tiene como su principal precepto -que no es el único- tratar a los demás como esperas que te traten. En este sentido entiendo la admonición de mi abuela para que yo aprendiera a contemporizar con los otros.
No sé que quiero escribir aquí, pero sé que la muerte ya no será ese tabú que por mucho tiempo, de ser una dama hermosa, pasó a ser una sombra triste.
Así que, muy a la mexicana, digo ¡Que viva la Muerte!