Escultura de David Cerny |
La filosofía existencial vino a poner en evidencia una obviedad: Que empezamos a morir desde que nacemos. No obstante, al principio -nos dicen los existencialistas- parece subvertirse esta idea, pues la vida florece y la niñez se nos presenta como una promesa de que nunca conoceremos la muerte.
De hecho, en la cultura occidental hay manifestaciones socio-culturales que impulsan que este período temprano de la existencia que es la niñez no se contamine con informaciones sobre la muerte, lo cual se logra a través de prácticas que usan simulaciones y disimulos para evitar el acceso a este conocimiento y para tratar de prolongar la infancia feliz.
La angustia que causa la certeza de que habrá un final nos impulsa a hacer cosas y a construir castillos de ideas para tratar de liberarnos de la sensación de nuestra muerte próxima. De esta manera, la negación de la muerte es instauradora de las culturas, de las diversas formas de vida, de las ambiciones y los egoísmos, y de lo que Cereijido ha llamado "la naturaleza hijoeputa de cualquier individuo", que aflora siempre que encuentra las condiciones propicias.
Las formaciones culturales son como ambientes en los que aprendemos a movernos, pues nos son impuestos desde la feliz infancia, ya que se tiene por socialmente incorrecto que un individuo no muestre un dominio de las creencias, los valores, los modales y las formas de sociabilidad que requiere cada sociedad.
Ese aprendizaje no está exento de complicaciones, pues a menudo asoman los absurdos derivados de la imposición de la cultura -con pretensiones de eternidad- en esos seres mutables y mortales que son los individuos.
¿Enmedio de todo esto es posible la felicidad? He conocido que sí es posible ser feliz en el olvido de nuestra propia cultura, navegando por sus territorios y soñando que la piscina de plástico en la que jugamos es un mar inmenso e infinito, donde los patitos de hule son una metáfora de grandes proyectos y los dibujitos del fondo están para servirnos.
Mi hermano fue un gran soñador, que mientras tuvo a mi madre pudo olvidarse de casi todos los problemas, pues ella estaba allí para resolverlos. Pero cuando ella faltó... Quiso en un primer momento que una mujer, su amante, ocupara el lugar de mi madre, pero ella no aceptó. "Tengo mis propios problemas" -le dijo- "y a tí te toca atender los tuyos". Pero mi hermano no pudo y bien pronto se dio cuenta de que lo que creía que era el mar infinito sólo era una cubeta en la que tenía metido un pie. Y comenzó a morir en vida.
Fue algo terrible notar su cambio de ánimo, presenciar cómo se fue opacando el nombre mismo de la alegría, cómo su cuerpo se deterioró aceleradamente, cómo intento aferrarse a cualquier momento luminoso -de esos que coloquialmente llamamos "relajo"- para tratar de salir del marasmo en que se hundía y se hundía.
Parecía que lo hubieran cambiado de planeta y que no pudiera aprender a respirar.
Él trató de ignorar la muerte de mi madre, pero no encontró alrededor a nadie que levantara a diario para él el telón de la vida y le permitiera ignorar el determinismo de la muerte.
Quiero ser claro en este asunto, pues la muerte era tema de pláticas ya que los vecinos, los amigos y los parientes no dejaban de morir. Pero la lejanía de la muerte era lo que permitía recrear la ilusión de la vida.
Sólo hasta que mi madre murió, la naturaleza tocó la puertas de mi hermano: La de su felicidad y alegría, la de su razón, la de su sociabilidad, la de su salud y la de su sentido de la vida. Cada una de ellas recibió la visita de la muerte y desde la primera empezó a morir en vida.
Este morir en vida, que algunos confunden con la depresión, también puede ser comprendido como un modo de vida -no necesariamente un pensar en la muerte- que es como el bastión para un grupo de ideologías, de esas que parecen cosmovisiones y que han dado sustento a prácticas como el culto de la Santa Muerte. El problema es que a casi nadie de nosotros nos educan para vivir sabiendo que vamos a morir algún día; esto es, no recibimos una formación para morir en vida o vivir muriendo. Quizá seríamos otros y nos ocuparíamos mejor si fuéramos parte de una sociedad más necrófila, como sí parece ser el México profundo, que es esa presencia que generalmente se quiere negar en este territorio en el que habitamos.
¡Debemos vivir muriendo para aprender a vivir, y también a morir!